La guerra en ciernes (pt. 2)
La presión se hace más dura en la que alguna vez fue la hermosa y romántica ciudad de Oaxaca. Allí todavía siguen los templos coloniales, los mercados con toda clase de ricos aromas y fragancias a chocolate, queso, chorizo y mezcal; las ruinas zapotecas y mixtecas continúan a la espera de nuevos descubridores; los artesanos todavía plasman sus sueños, pesadillas y fantasías en sus obras. Sólo que ahora la ciudad no parece ser la vieja Oaxaca, pobre en recursos pero rica en historia y trabajo. Ahora luce como Bagdad, como Kabul, incluso como Mogadishu; ahora los Blackhawks de la Armada vuelan por los cielos donde debían haber halcones, palomas, murciélagos y chapulines. Las calles recuerdan a la Sarajevo de hace apenas diez años, con barricadas, vehículos incendiados y un terreno casi lunar. El fantasma de una Oaxaca cuyos habitantes sólo salen para conseguir víveres o algo de agua o para ganarse la dura vida, mientras que afuera dos grupos antagónicos se hacen pedazos tan sólo por unas migajas de un poder desvanecido hace mucho tiempo. Este panorama se vive a escasos kilómetros de la Ciudad de México; un mundo que mi padre se empeña en ignorar, porque para don Chente sólo existe el México de la paz y la estabilidad, el país en marcha, el sitio inmerso en la globalización, la tierra de las oportunidades y las libertades, el país de las maravillas.
Quizás papá Fox intentó emular a Ernesto Zedillo, quien desgastó al movimiento de la UNAM a base de prolongar el conflicto y hacer caer en su juego al CGH. Pero lo que nadie tomó en cuenta es que ya no estamos en los tiempos en los que una ciudad podía ser sitiada por varios meses sin tomar en cuenta a los habitantes. Ya sólo falta que como en la antigüedad, los asediadores lancen cadáveres podridos de animales o de las víctimas de afuera para enfermar y desmoralizar a los de adentro; o que los asediados, ante la casi siempre segura derrota, decidan quemar Oaxaca para que no le quede nada al bando triunfador.
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